sábado, 20 de abril de 2013

LAS ELEGÍAS DE CONCHA ZARDOYA O POESÍA DE DOS MUNDOS


Es probable que a Concha Zardoya se la conozca más por sus estudios teórico-crítico literarios que por sus poemas. La conjetura adquiere aire de certeza si se repasa la extensísima bibliografía sobre poesía española de posguerra, donde apenas hallamos referencias a su labor creadora. Sin embargo, ésta se nutre de muchos textos de verdadera poesía y belleza inusitada, como viene a confirmar una vez más, la mayor parte de las elegías que configuran La estación del silencio (Elegías), publicadas en la editorial Endymión.
El conjunto poético queda estructurado en cuatro secciones, flanqueadas por dos poemas que hacen de proemio y ultílogo, respectivamente. Entre uno y otro se despliegan “Elegías españolas” y “Elegías extranjeras”, así como “Elegías familiares” y “Elegías imaginarias”.
Arranca el libro con el poema “Y repaso mi vida y hallo muertas”, verdadero pórtico en el que se plantea la intención o sentido del canto, cuya fuerza girará en torno al binomio Ser/No-ser, según corroboran, por un lado, la conjunción expletiva “y”,con la que comienza el poema, y, por otro lado, la presencia de la transitoriedad. Pero, sobre ese elemento nuclear, la ensoñación del amor que sobrevivirá y liberará al yo poético de la angustia. La intención, pues, de Zardoya es doble: ofrecer una respuesta lírica (y -¿por qué no?- filosófica) al lector de cuanto a ella le ha reservado la vida, y, al mismo tiempo, fijar el carácter estético de la obra, con el objeto de que dicho lector reaccione ante las señales y símbolos anticipados.
A partir de dicho principio, y propósito, la obra se extiende como un ancho campo en que las dos primeras partes evocan la poesía de los poetas con quienes C. Zardoya dialoga y habla; versos, peculiaridades y rasgos estilísticos recuerdan por alusión a Garcilaso, San Juan de la Cruz, Unamuno, Machado, Rilke, Gabriela Mistral... Las dos siguientes se inflaman del suavísimo dolor personal producido por la muerte y la contemplación de la realidad, convertida en fantasía.
Se cierra el libro con “Romancillo para mi muerte”, cuyo contenido sella con ternura la historia solitaria y solidaria del yo poético, mirada desde la atalaya de los años (aunque fuera creado mucho antes que la mayoría de los restantes poemas), según prueban estos versos:

                                   ¡Ah, la vieja leyenda
                                   aprendida en mi infancia
                                   se tornó viva historia
                                   empapada de lágrimas!

La disposición estructural está en estrecha relación con el sentido binario: ensueño y llanto, y las múltiples vibraciones musicales apresadas en cada poema. Así, esta obra de Concha Zardoya, en cuanto entidad, conforma una red de rasgos oposicionales, como en discusión, pues la poetisa ha sabido casar tono y expresión, voz propia y ajena, dolor con ternura, soledad con solidaridad, amor con muerte, triunfo con derrota.
De acuerdo, por tanto, con la visión particular que de la vida tiene C. Zardoya, el instrumento que mejor podía expresar su radical intimidad es la elegía. Pero permítaseme esta pregunta: ¿De qué clase es el canto elegíaco de la autora? Teniendo en cuenta la música del verso y el modo de tratar tema tan peligroso como es la muerte, sus elegías se desenvuelven siguiendo más la línea de los poetas elegíacos griegos que la de los latinos, puesto que las secuencias rítmicas y las fuerzas temáticas van interrelacionándose a medida que la atmósfera tensional del misterio y realidad se dirige hacia su punto más álgido y alcanza elevación.
Por tanto, la autora de Dominio del llanto, partiendo de su propia intimidad, iluminada y comunicada a los demás, penetra en la intimidad de los otros a través de una música no estridente, ni fúnebre, sino sosegada, susurrante y aterciopelada; esto es, no por medio de notas musicales externas, sino internas, dado que es la idea la que se ha convertido en ritmo delicado, a pesar de que se nos hable de territorios sombríos, salvados con el amor y la dulzura de su canto.




Por José María de la Torre


(Fue publicado por vez primera en Cuadernos del Sur (Diario Córdoba), 10-V-1990, p. IV/28.)

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