martes, 21 de mayo de 2013

POÉTICA DE LA ENSEÑANZA

José María de la Torre

 

 


 




 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

POÉTICA DE LA ENSEÑANZA


(LECCIÓN INAUGURAL)
CURSO 2003-2004



















Córdoba
2003
























 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

POÉTICA DE LA ENSEÑANZA





Sr. Director,
Sr. Inspector,
Claustro de Profesores,
Compañeros jubilados,
Alumnos,
Señoras y Señores.

         Es para mí un honor el poder dar la lección inaugural del curso 2003-2004 en este nuestro Instituto “Séneca”, por donde han pasado tantos, tantísimos doctos profesores desde que se creara allá en el siglo XIX, si bien sus fundamentos habría que buscarlos en las oscuras profundidades de unos siglos atrás. A todos esos maestros, en el genuino sentido del término, quisiera hoy rendirles un sencillo, aunque sentido y caluroso, homenaje con esta lección sobre “Poética de la Enseñanza”.
         Con “Poética de la Enseñanza” no pretendo presentar una formulación teórica de la enseñanza a través de la poesía; tampoco es mi intención exponer los principios psicopedagógicos, sociológicos o filosóficos sobre los que se sustenta todo sistema educativo, ni, por supuesto, caeré en la tentación de ofrecer mi particular opinión acerca de la misma porque, entre otras muchas razones, ¿a quién le interesarían mis ideas? En cambio, en esta lección, primicia de un trabajo en proyecto, extractaré la visión que sobre la enseñanza dejaron plasmada en sus obras aquellos profesores poetas o poetas que sintieron la necesidad de cantar y evocar las semillas de otros tiempos.
         Asimismo, he de advertir que los límites impuestos no responden a la amplitud y profundidad con que a mí me hubiera gustado presentar el tema, pero tiempo y espacio no requieren sino estudiar las líneas maestras a través de una pequeña selección de textos extraídos de un no muy nutrido corpus.

***
        
         Imaginemos a un universitario dispuesto a ser profesor al terminar sus estudios. Pertrechado de unos sólidos conocimientos, aunque con un nulo bagaje de principios psicopedagógicos, nuestro licenciado se lanza al ruedo de la enseñanza. En frente, se encuentra un día con unos alumnos de los que muchos apenas tienen cinco o seis años menos que él. Su aventura comienza. Para su faena, ha utilizado las únicas armas de que dispone, su formación humana y científica, así como sus dotes naturales. Esto sucedía el año... He perdido la noción del calendario. Pero continúo. Nuestro profesor en ciernes atravesó el Atlántico en un barco de lirios. Jamás se arredró, porque de su boca manaban amor y sabiduría. Una tarde cayó en sus manos un maravilloso poema de Gerardo Diego, el que lleva por título “Brindis”. Lo compuso el santanderino cuando obtuvo la cátedra del Instituto Soria en 1920, a sus veinticuatro años, tras varios intentos fallidos por conseguirla. El poema fue recogido posteriormente en su obra Versos humanos. El texto rebosa lirismo, experiencia, humanidad y dotes profesionales no aprendidas en libros, sino en la práctica de las aulas. Pero, además, a nuestro joven profesor siempre le atrajo dicho poema por cómo entiende Gerardo Diego la enseñanza. Para él, como en seguida leeremos, la enseñanza ha de aspirar al desarrollo holístico del alumno, pues concibe su trabajo como un alfarero que da forma y vida a algo que en un principio es inerte,  pero cuya realidad es un todo distinto de la suma de las partes que lo componen, según define el término el Diccionario de la Lengua Española. Oigamos sin más dilación el poema:
                                     
A mis amigos de Santander que fes-
tejaron mi nombramiento profesional.


                   Debiera ahora deciros: “amigos,
                   muchas gracias”; y sentarme, pero sin ripios.
                   Permitidme que os lo diga en tono lírico,
                   en verso, sí, pero libre y de capricho.

                            Amigos:
                   dentro de unos días me veré rodeado de chicos,
                   de chicos torpes y listos,
                   y dóciles y ariscos,
                   a muchas leguas de este Santander mío,
                   en un pueblo antiguo,
                   tranquilo
                   y frío.

                   Y les hablaré de versos y de hemistiquios,
                   y del Dante, y de Shakespeare, y de Moratín (hijo),
                   y de pluscuamperfectos y de participios.
                   Y el uno bostezará y el otro me hará un guiño,
                   y otro, seguramente el más listo,
                   me pondrá un alias definitivo.
                   Y así pasarán cursos y cursos monótonos y prolijos.

                   Pero un día tendré un discípulo,
                   un verdadero discípulo,
                   y moldearé su alma de niño
                   y le haré hacerse nuevo y distinto,
                   distinto de mí y de todos; él mismo.
                   Y me guardará respeto y cariño.

                   Y ahora yo os digo:
                            amigos,
                   brindemos por ese niño,
                   por ese predilecto discípulo,
                   por que mis dedos rígidos
                   acierten a modelar su espíritu
                   y mi llama lírica prenda en su corazón virgíneo,
                   y por que siga su camino
                   intacto y limpio,
                   y por que éste mi discípulo
                   que inmortalizará mi nombre y mi apellido,
                   ... sea el hijo,
                   el hijo
                   de uno de vosotros, amigos.

         Otra obra que leyó nuestro profesor con fruición y gusto fue En un vasto dominio. Vicente Aleixandre lo había publicado bastantes años antes de que empezara su carrera como enseñante. El Nóbel de Literatura, que fue profesor un tiempo y cuya actividad abandonó a causa de una grave enfermedad, encerró en su obra un poema inspirado en la figura del profesor. Precisamente lo tituló “El profesor”. El texto, de técnica surrealista, lo entiende cualquiera que posea un poco de sensibilidad estética. El pensamiento es agudo, y tan afilado, que se torna cortante. Por eso, la fina ironía no impide un dulce lirismo. Su coherencia se basa en el triángulo: conocimiento, transmisión del conocimiento y aprendizaje. Esto es, el principio en que se apoya el poema radica en que, aparte de los conocimientos del maestro y la predisposición natural del alumno, hay que saber transmitir el saber. O, como se diría hoy, se ha de ser un buen comunicador. Y eso no se aprende en ninguna facultad de Psicología, ni de Pedagogía. Cuando ninguna de esas cualidades se poseen, aparecen sin remedio los pedagogos a la violeta, el krausismo de poca monta o el igualitarismo, de los que se mofa el autor de Sombra del paraíso. Del poema, extraigo los siguientes versos:

Se ha visto al docto profesor que no entiende
                   hablar largamente de lo que no entiende.
                   Y se le ha visto sonreír con la elegancia de la marioneta
                   mientras movía cadenciosamente sus brazos.
                   El bello discurso, la paloma ligeramente pronunciada,
                   el acento picudo dejado concienzudamente caer un poquito más
/ allá de la vocal,
                   el dibujo de la martingala, el fresco vapor desprendido de cada
/ uno de sus ademanes,
                   todo, todo conjugaba decididamente con su sonrisa.
                   Porque el docto profesor que no entiende
                   sonríe cordialmente por las mañanas,
                   golpea a la tarde con gozo sobre los omoplatos,
                   y por la noche, vestido con sus más delicadas jerarquías,
                   sabe decir con finura: “Oh, no, todos somos iguales.”

                   Igual la paloma que el cántaro, el necio que el sabihondo,
                   el simpático que el asesinado,
                   el sabio que el agasajado con todo dolor,
                   el yo y el tú,
                   y sobre todo igual, igual el refrescado profesor de ignorancia
                   que el pedantículo inconfundible que esculpe o escupe
/ concienzudamente todos sus sinsaberes.

                   Oh, miradle en lo sumo.
                   Él flota y sonríe.
                   Él adiestra y sondea.
Él opone su duro caparazón lo mismo para las ideas que para los
/ sentimientos.
Pero, oh, él es el duro, el durísimo, el riguroso, el conocedor y el
/ erguido.
                  
...................................................................
                  
Y todos desfilan. “Oh, el profesor, el profesor.
                   Cómo se le nota sobre todo su rubia guedeja,
                   sus coruscantes, sus vertiginosos ojos azules,
                   y cómo le brilla antes que nada su deslumbradora sonrisa
                   entre unos labios de humo.”

         Nuestro profesor, a pesar de su juventud y de su ingénito pudor de descubrir sus sentimientos,  es capaz de expresar y comunicar lo que sabe, porque conoce muy bien que su oficio como profesor -iba a decir “maestro”, si la palabra no estuviera tan desgastada y llena de otras connotaciones- consiste en no dejar pasar la ocasión para dar un aliento, o un consejo, o una directriz, o una advertencia, o una constricción.
Llegó a sus manos por aquellos días una antología de poesía del escritor malagueño José María Hinojosa, quien, aunque no fue profesor, compuso un poema que le orientó en sus clases. La antología la había comprado en una librería de viejo. El poemario salió de la imprenta del exquisito editor malagueño Ángel Caffarena. El poema lo intitula su autor “Pedagogía”. Está escrito en una serie de pareados, con rima asonante, muy propio del neopopulismo de algunos miembros de la generación del 27. Su ritmo va in crescendo, a medida que nos acercamos al final. El texto, como se comprobará, es una simple narración de cómo se ha de conducir al discípulo, hasta dejarle volar si puede. La técnica es surrealista. He aquí el texto:

                            Tengo una almáciga repleta
                            de colibríes y cometas.

                            La pondré a la lluvia del tiempo,
                            para empaparla de recuerdos.

                            La regaré con mis miradas
                            cada tres días, por las mañanas. 

                            Les daré lección de solfeo,
                            para reírnos del silencio.

                            Les enseñaré matemáticas
                            y podrán contar sus hazañas.

                            Con nociones de geografía,
                            viajarán bien por la vida.

                            ¡Les compadezco si supieran
                            de qué están hechas las Nochebuenas!

                            Cuando conozcan lo que deben,
                            les dejaré volar si pueden.

A decir verdad, a nuestro protagonista no se le fue de la cabeza durante un tiempo el último verso: “les dejaré volar si pueden”. Diríase que le obsesionó porque llegó a plantearse si no sería la escuela, el colegio, el instituto una forma de cárcel. La duda no cuajó, ya que siempre tuvo claro que el alumno que estaba delante de sus ojos pertenecía a una etapa del sistema educativo no obligatoria. Este pensamiento afectivo y estoico pareció tener su corroboración cuando nuestro profesor leyó otro poema de Vicente Aleixandre contenido en su libro Historia del corazón, donde el poeta sevillano, evocando la infancia y juventud idas, cuenta líricamente el recorrido que realiza el alumno desde su casa hasta el colegio. Durante el trayecto, el muchacho rebosa alegría, energía, ganas de vivir, ansias de libertad, que se ven cortadas al llegar al umbral del colegio, el cual le volvía, paradójicamente, a la realidad. Allí, según el poeta, no ha lugar la fantasía, las ensoñaciones, la creatividad. Vicente Aleixandre lo dice así de bien (aunque recordaré sólo unos versos para nuestro interés):

                   Yo iba en bicicleta al colegio.
                   Por una apacible calle muy céntrica de la noble ciudad misteriosa.
                   Pasaba ceñido de luces, y los carruajes no hacían ruido.
                   Pasaban majestuosos, llevados por nobles alazanes o bayos, que
                                      / caminaban con eminente porte.
                   ¡Cómo alzaban sus manos al avanzar, señoriales, definitivos,
                   no desdeñando el mundo, pero contemplándolo
                   desde la soberana majestad de sus crines!
                   Dentro, ¿qué? Viejas señoras, apenas poco más que de encaje,
                   chorreras silenciosas, empinados peinados, viejísimos terciopelos:
                   silencio puro que pasaba arrastrado por el lento tronco brillante.

                   Yo iba en bicicleta, casi alado, aspirante.
                   ................................................................
                   Yo bogaba en el humo dulce, y allí la mariposa no se extrañaba.
                   Pálida en la irisada tarde de invierno,
                   se alargaba en la despaciosa calle como sobre un abrigado valle
                                      / lentísimo.
                   .................................................................................................
                   Los árboles en hilera eran un vapor inmóvil, delicadamente
                   suspenso bajo el azul. Y yo casi ya por el aire,
                   yo apresurado pasaba en mi bicicleta y me sonreía...
                   y recuerdo perfectamente
                   cómo misteriosamente plegaba mis alas en el umbral mismo del
/ colegio.

         Y nuestro profesor, no obstante lo dicho, se propuso entender este poema, como aquel otro de Antonio Machado, el titulado “Recuerdo infantil”, de su obra Soledades. Tras varias lecturas llegó a alcanzar que sólo el hombre que ha sido niño, joven, puede comprender y expresar el tedio, la monotonía, la sonrisa amarga, la sensación del pasado, la nostalgia, etc. Pero lo que más le saltó a la vista a aquel lector crítico es la bipolaridad “estatismo” frente a “dinamismo”, la aspereza del maestro y su sequedad afectiva, frente a la dulce monotonía de la lluvia exterior, y la cantinela infantil, recogidos con pulcritud técnica en el poema. Asimismo, descubrió en la oposición preposicional “tras” / “en” de dicho poema que el poeta quiere poner de relieve la atmósfera exterior al ambiente interior de la clase, o sea, un ambiente exterior cargado de nostalgias, frente al de aburrimiento. Por ello, Machado, conocedor tanto de la lengua, como del clima que quería dejar reflejado en su texto, cambió el verbo aprender, que figuraba en la primitiva redacción del poema por el de estudiar (según nos informa Oreste Macrì en su edición crítica de las Poesías Completas de A. Machado), que -dicho sea de paso- no es muy apropiado en una clase, pues en esta, normalmente, lo que hacen los alumnos es aprender, verbo este con una carga de actividad de la que carece el verbo estudiar, cuyo sentido es más pasivo, de concentración, observación y silencio. Oigamos al autor de Campos de Castilla:

                                      Una tarde parda y fría
                                      de invierno. Los colegiales
                                      estudian. Monotonía
                                      de lluvia tras los cristales.

                                      Es la clase. En un cartel
                                      se representa a Caín
                                      fugitivo, y muerto Abel,
                                      junto a una mancha carmín.

                                      Con timbre sonoro y hueco
                                      truena el maestro, un anciano
                                      mal vestido, enjuto y seco,
                                      que lleva un libro en la mano.

                                      Y todo un coro infantil
va cantando la lección:
“mil veces ciento, cien mil;
mil veces mil, un millón”.

Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de la lluvia en los cristales.

Todavía leyó nuestro profesor otro poema de Vicente Aleixandre más cáustico que el escuchado hace un momento. En el de ahora el poeta describe la relación de profesor-alumno como una relación de incomunicación en un marco aún más desolador, pues la clase se desarrolla en un ambiente de bruma y cuyos pupitres más bien parecen potros de tortura que altares del sagrado saber. Leamos el poema, pues:

Como un niño que en la tarde brumosa va diciendo su lección y se duerme.
Y allí sobre el magno pupitre está el mudo profesor que no escucha.
Y ha entrado en la última hora un vapor leve, porfiado,
pronto espesísimo, y ha ido envolviéndolos a todos.
Todos blandos, tranquilos, serenados, suspiradores,
ah, cuán verdaderamente reconocibles.
Por la mañana han jugado,
han quebrado, proyectado sus límites, sus ángulos, sus risas, sus imprecaciones, quizá sus lloros.
Y ahora una brisa inoíble, una bruma, un silencio, casi un beso, los une,
los borra, los acaricia, suavísimamente los recompone.
Ahora son como son. Ahora puede reconocérseles.
Y todos en la clase se han ido adurmiendo.
Y se alza la voz todavía, porque la clase dormida se sobrevive.
Una borrosa voz sin destino, que se oye y que no se supiera ya de quién fuese.
Y existe la bruma dulce, casi olorosa, embriagante,
y todos tienen su cabeza sobre la blanda nube que los envuelve.
Y quizá un niño medio se despierta y entreabre los ojos,
y mira y ve también el alto pupitre desdibujado
y sobre él el bulto grueso, casi de trapo, dormido, caído, del abolido profesor que allí sueña.

Y ¿qué? ¿Creemos que aquel profesor se instaló en aquellos predios? No. Estaba muy seguro en sus principios. Ha visto durante muchos años de labor cómo las espigas han granado, cómo cosechas de fruto esplendentes se han recogido, con la prisa de una hormiga, con el riego en heredad ajena, como dicen los versos de dos notables poetas cordobeses, José de Miguel y Mariano Roldán, que compusieron, respectivamente, sin ser profesores, los poemas “A un maestro de escuela” y “Niño y maestro”. Del primero, es este soneto:

                            Como un soplo de Dios sobre la frente
                            del niño, es tu afán cada mañana;
                            le infundes ciencia y fe, y en su besana
                            aras el surco y pones la simiente.

                            La leve arcilla del adolescente
                            -desordenada floración temprana-
                            fragua en tus manos y, a tu sombra, grana
                            su cosecha de frutos esplendente.

                            Como noria que fluye en el aljibe
                            oculto del saber, así es tu vida:
                            vertiendo siempre en heredad ajena;

                            mas, no es ajena, no, que bien exhibe
                            cada muchacho el celo y la medida
                            que en él puso tu amor y tu faena.

También el segundo autor eligió la forma cerrada del soneto para escribir su poema. De sus versos, se quedó nuestro profesor con el último, pues compendia de manera poco  escuchada la labor del maestro o del profesor, quien se reconfortaba al recordar: “¡Amor, amor se llama lo que has hecho!”
Los dos poemas fueron también dos espejos en los que se fijó nuestro profesor para aplicar estrategias didácticas y planteamientos metodológicos: arado, noria y amor, por un lado; por otro, el guiño del caracol y la prisa de una hormiga. ¿Qué teóricos han plasmado mejor que estos poetas el qué enseñar, el cómo, el cuándo, el dónde y el cuánto? ¡Ya le hubiera gustado a nuestro profesor haber leído teorías más sabrosas y enjundiosas sobre el tema que las contenidas en la práctica poética! Pero, quizá, estos principios no estén tan bien recogidos como en el poema “Desilusión”, del poeta y profesor Pedro Rodríguez Pacheco, escrito  cuando enseñaba español en Italia. El poema está dedicado a Dámaso Alonso, y dice así:

         No es lo mismo leer, apasionado,
         los versos de san Juan o Luis de Góngora
         a explicarles las reglas del acento ortográfico
         a alumnos distraídos...

         No da igual recitar el amor delicado
         de Fernando de Herrera a explicar
         qué significa “coño” en español...

         No es lo mismo vivir que ser vivido
         por tanta sanguijuela miserable.

         Ay, “desilusión”, escribió el profesor poeta y “desilusión” leyó nuestro profesor. Y es que los años sombrean los claros ideales. El demonio de la monotonía muda e incluso derriba al profesor de ayer. Además, no le ayudan los nuevos vientos que soplaban en aquella travesía que iniciara aquel profesor bastantes años atrás. Un nuevo sistema educativo emergía casi al final de su carrera profesional, porque un sistema democrático reemplazaba a otro autoritario, ¡como si un sistema político implicara forzosamente la demolición de un muy que aceptable sistema educativo; como si la Ley Moyano de 1857 (base de la educación moderna en España) no hubiera sobrevivido a revoluciones, golpes de estado y repúblicas hasta 1970, año este en que fue liquidada prácticamente por la Ley de Villar Palasí. Aquel nuevo sistema educativo, que empezaba a echar sus primeros pasos en 1990, conllevaba la transformación de los currículos: el explícito (es decir, el que describe contenidos, objetivos, método, etc.), el implícito, latente u oculto (o sea, los principios que no están escritos pero se aprenden: desprecio al esfuerzo, sacrificio o trabajo, conciencia utilitarista, voluntad o no de aprender, etc.), y el nulo (esto es, los fines que no se enseñan o contenidos que no se atienden en función de los grupos de poder).
 En esos años de convulsión, nuestro profesor lee artículos, cartas, editoriales, noticias, romances, etc., de prestigiosos lingüistas, periodistas, escritores, padres, profesores, cuyos titulares son ya de por sí elocuentes: “Llanto por Maravall”, “Un grito de alarma”, “La LOGSE merece un suspenso”, “Generaciones del 98”, “Un estudio revela que el nivel de los escolares en Lengua y Matemáticas bajó con la LOGSE”, “La LOGSE, un fracaso anunciado”, “Desaliento en las aulas”, etc., o aquel “Romance de la Evaluaçión” bajado de la Red (nuestro profesor también se había puesto al día en las nuevas tecnologías), de donde recordaba estos versos ripiosos, pero llenos de gracejo medieval y cargados de una sutil ironía, a imitación de los dos mesteres, el de juglaría y el de clerecía:

                   “.....................................
                   Viérades a uno de Física,
                   con la frente despexada
                   e de cuya asignatura
                   sólo da cuatro chorradas
                   (qu´en los predios de la ESO,
                   tal como está la enseñança,
                   la Física, con la Química
                   -casi siempre xuntas ambas-,
                   si se dan, se dan poquiello,
                   pues son materias “non sanctas”.
                   Víerades allí sentado
                   al de Lengua Castellana
                   (que del nombre d´Española
                   non queda en la LOGSE nada
                   e de la Literatura...
                   mexor será non mentarla:
                   pues, cuando intenta que lean
                   los mochachos e mochachas
                   tanto en verso como en prosa
                   las obras más reputadas
                   de los autores insignes
                   que han existido en España,
                   pues no hay caso: o non las leen,
                   o non se enteran de nada).
                   Ved al de Tecnoloxía,
                   qu´es disciplina novata
                   (e que, perdonad al fraile,
                   non sé muy bien de qué trata),
                   sentado al lado de un hombre
                   que suele dar Matemáticas
                   e que revienta de goço
                   cuando los alumnos captan
                   en el secundo trimestre
                   qué es una raíz cuadrada
                   (otra cosa bien distinta
                   es que puedan calcularla
                   si la su calculadora
                   non ha las pilas cargadas).
                            ..........................................

         Y así, cuando llegó al verso final del texto, asintió con una leve sonrisa. Atónito, asistía a una situación de muy difícil remedio, porque veía que, sin una rigurosa competencia profesional, sin unos hábitos básicos y destrezas adquiridos en la más tierna infancia y posterior adolescencia del alumno, y un interés prácticamente nulo de los padres por la formación de sus hijos, el pedagogismo, el ludismo y la apatía social aumentarían las desigualdades y generalizarían la ignorancia, como comprobaba en el cada día más extendido analfabetismo ilustrado de nuestros alumnos.
         Por salir de esta reflexión, que le sumía a veces en un estado de inquietud, fue a uno de los anaqueles de su biblioteca. Tomó un libro que había adquirido hacía tiempo. En sus páginas halló poemas preciosos, bellos, profundos, llenos de encanto. Pero he aquí que se topó con otro que desarrollaba un asunto que jamás pensó pudiera ser tema lírico. Y lo malo es que es real, como la vida misma. El poema, “La última lección al atardecer”, es de David Herbert Lawrence, cuya traducción pertenece a José María Moreno Carrascal. Sus versos, más bien versículos, de ritmo cansino en ocasiones, rezuman desgana, apatía, desilusión. El poema al que me refiero es este:

  ¿Cuándo sonará la campana y cuándo acabará este aburrimiento?
         ¿Cuánto tiempo ha estado tirando del collar, hasta lograr soltarse,
         mi jauría de galgos indomables? No puedo azuzarlos
         para que nuevamente hagan presa de un conocimiento que detestan.
         Ya no puedo jalar de ellos ni forzarlos más.

         No soporto más la penosa tarea de corregir
         esos cuadernos desperdigados por los pupitres: decenas
         de insultos variados, de páginas emborronadas y de garabatos,
         de tarea desordenada que me presentan.
         Ya estoy harto, y para qué diablos vale todo eso.
         ¿De qué le sirve a nadie? ¡No lo entiendo!

         Así que ¿he de malgastar
         mi último y apreciado aliento de vida para saciar mi alma
         y prender mi voluntad en una llama que consuma
         la escoria de su indiferencia? ¿Y recibir como pago
         sus insultos? -¡No, jamás!

         No malgastaré mi alma y mi fuerza en ese empeño.
         ¡Qué me importa que ellos se pierdan tantas cosas!
         ¿De qué sirve esta enseñanza mía y este
aprendizaje de ellos? Todo acabará en un abismo idéntico.

¿Qué me importa a mí que sepan o no sepan redactar
la descripción de un perro?
¿De qué sirve todo esto? ¡Tanto a ellos como a mí nos da igual!
Y, sin embargo, se supone que debería dedicar a esto mis fuerzas.

Pues ni lo hago ni tengo intención de hacerlo, ya que a ellos
ni les importa ni les deja de importar. ¡Y eso es lo que hay!
Guardaré mis fuerzas para mí; ellos pueden hacer lo mismo con las
/ suyas.
         ¿Para qué andar dándonos cabezazos contra un muro?
         Me sentaré y esperaré a que suene la campana.

         Al día siguiente, por esas cosas inexplicables de la vida, cuando nuestro profesor vuelve del instituto, encuentra en el correo del día una carta de un antiguo alumno donde le recordaba con gratitud, le profesaba respeto y cariño y sentía por él admiración. “¡Qué recompensa afectiva y qué fortaleza de ánimo pese al cansancio y tribulación!”, -se dijo el profesor. Aquella carta le recordaba, salvando la calidad literaria, otra de Albert Camus leída por aquellas fechas en El primer hombre. El autor francés le expresaba lo siguiente a su antiguo maestro:


19 de noviembre de 1957


         Querido señor Germain:
         Esperé a que se apagara un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido.
         Lo abrazo con todas mis fuerzas.

Albert Camus

         En dicha carta el antiguo alumno le adjuntaba un poema, no suyo, porque -según él- el cielo no le había dotado para la literatura, aunque sí para las matemáticas. Sin embargo, de la enseñanza de aquellos años, la lectura prendió en su espíritu, y sin ella ya no podía vivir. El poema pertenece a otro poeta profesor, que, precisamente, enseñó en las aulas de este instituto “Séneca”. Lo leeré para que se vea cómo la semilla puesta en la besana del alumno germina y da su fruto (como hemos leído en el poema de J. de Miguel), o, como recordaba el profesor Gregorio Salvador hace unos días en un artículo suyo, “es uno de esos pluses profesionales de que podemos disfrutar los docentes”. El poema al que me refiero es de Rafael Ruiz. Su tono elegíaco, su sencillez expresiva, su ritmo entrecortado y grave, así como la desnudez del alma del poeta, hacen de él una pieza digna de toda “Poética de la Enseñanza”. Se titula “A don Paco Palma, mi maestro”, y pertenece a su libro Poemario (1983-1993). Estos son sus versos:

La Calle el Viento es testigo:
                            todos los días sin falta,
                            sin haber amanecido,
                            esperando a los alumnos
                            con el cigarro encendido.

                                      (Heroísmos de aluvión
                                      sólo encharcan el camino.
                                      La corriente que no para
                                      es la que mueve al molino.)

                            El trigo de la cultura
                            lo muelen hombres que pasan,
                            pero que no mueren nunca.
                            Sus recuerdos
                            son pisadas eternales
                            en el camino del tiempo:
                            no se borran en la vida
                            por mucho que sople el viento...

                            Un zarpazo cruel ha fulminado
                            tu corazón inquieto,
                            y la muerte callada y traicionera
                            te sorprendió en tu puesto:
                            ¡hasta el último aliento de tu vida
                            supiste ser Maestro...!

                            No sé si lo sabrás; yo te lo digo:
                            después de poco tiempo,
                            echándote de menos y muy triste,
                            también murió tu perro.
                            Aquel que nunca te faltó a la cita
                            siguió el mismo sendero
                            olfateando, tal vez, que con tu vida
                            la suya ya había muerto...

                                      (Tú jamás tuteabas al alumno
                                      y yo a ti te tuteo.
                                      ¿Quizá porque ha cambiado la distancia
                                      de alumno a compañero?
                                      No sé. Pero algo, o mucho, entre nosotros
                                      sintoniza muy dentro...)

                            Sólo sé que no acierto a despedirme,
                            don Paco, no sé hacerlo.
                            Será porque tu adiós no fue un adiós;
                            fue sólo un “hasta luego”.
                            Porque algo vivo de tu vida vive.
                            ¡Hasta siempre, Maestro...!

         Ciertamente, “ muchas veces -según escribe Pío Baroja en Las Inquietudes de Shanti Andía- el cielo gris permite ver perfectamente a lo lejos; hay una claridad difusa, que parece no venir del cielo entoldado, sino del mar blanquecino y turbio; las olas, de un color de arcilla, llegan con meandros dislocados de espuma a dejar en la playa una curva plateada, y la resaca hace hervir la arena al contacto del mar”.
Oh, cómo se ha cumplido en la larga trayectoria profesional de nuestro protagonista, aquella idea e intención contenidas en aquellos versos de Gerardo Diego que leyera al comienzo de su carrera, los que dicen:

                Pero un día tendré un discípulo,
                   un verdadero discípulo,
                   y moldearé su alma de niño
                   y le haré hacerse nuevo y distinto,
                   distinto de mí y de todos; él mismo.
                        Y me guardará respeto y cariño.

Y esto fue posible porque nuestro profesor había respetado también durante toda su carrera el derecho más sagrado del adolescente o del joven, el derecho a buscar su verdad; porque no fue una carga en sus inteligencias; porque les enseñó a pensar por ellos mismos; porque supo mantener un equilibrio armónico entre disciplina y libertad; porque aunó con natural ingenio en el aula los aspectos emotivos y racionales del individuo; porque, con diestra mano, estableció entre el profesor y alumno un vínculo humano y un mutuo crecimiento de enseñanza-aprendizaje; porque, en fin, supo también trabajar y desarrollar tanto la imaginación y las emociones como la razón.
Por tanto, de esa historia y  de la lectura de esos poemas se puede colegir lo siguiente: Una enseñanza que promueva solamente la parte emocional del individuo generará una escuela de relaciones sociales; por el contrario, una enseñanza que abogue exclusivamente por la parte racional, creará máquinas y alumnos cosificados. Sólo, pues, armonizando voluntad e inteligencia, ciencia y humanismo podremos aspirar a formar hombres en libertad capaces de pensar por sí mismos y no a fabricar robots o marionetas, o ciudadanos clónicos y homogéneos, como seguramente habéis hecho vosotros los que hoy disfrutáis de vuestra jubilación. Así pues, ¡hasta siempre, maestros...!

Muchas gracias.
































BIBLIOGRAFÍA



a)     Obras filosófico-pedagógicas:

Galino Carrillo, M. A. (1953): Tres hombres y un problema, Feijoo, Sarmiento y
 Jovellanos ante la educación moderna. Madrid.
Guerrero Serón, A. (1996): Manual de Sociología de la Educación. Madrid.
Locke, J. (1927): Algunos pensamientos sobre educación. Madrid.
Unamuno, M. de (1934): Amor y pedagogía. Madrid.


b)     Obras literarias:

Aleixandre, V. (1968): Obras completas. Madrid.
Baroja, P. (1977): Las inquietudes de Shanti Andía. Madrid.
Camus, A. (2001): El primer hombre. Barcelona.
Contreras, J. (2003): “Romance de la Evaluaçión”.
Diego, G. (1925): Versos humanos. Madrid.
Hinojosa, J. M. (1962): Antología. Málaga.
Lawrence, D. H. (1998): Poemas. Sevilla.
Machado, A. (1972): Poesías completas. Madrid.
Miguel, J. de: “A un maestro de escuela”. Inédito.
Rodríguez Pacheco, P. (1992): De libre edad (1964-1990). Granada.
Roldán, M. (1997): Itinerarios. Córdoba.
Ruiz González, R. (2000): Poemario (1983-1993). Córdoba.









No hay comentarios:

Publicar un comentario